El famoso ensayo de Junichiro Tanizaki que da título a esta muestra, referencia frecuente en el mundo fotográfico a pesar de no abordar directamente al medio fotográfico, sería una referencia vacía si uno no supiera que las reflexiones artísticas de Aldo Juárez provienen de una inconformidad con la vida moderna que lo conecta con el sentimiento que motivó a Tanizaki a ensayar la inevitabilidad del cambio en la cultura.
En un acto que borda en misantropismo, Juárez presenta una elegía al medio fotográfico donde lamenta su cooptación epocal, donde la imagen, sobre todo nuestra propia imagen, es un capital entronado y pervertido. Esta elegía está conformada por tres piezas que abordan la sumisión de la fotografía hacia la espectacularidad que casi todo practicante de la misma busca.
Juárez presenta una serie de impresiones con intervenciones que enrarecen lo familiar, y que son el único elemento objetual en la exposición, el resto de la experiencia dándose, como ya es común en nuestras vidas, en la pantalla. En Acciones para la Cámara esta elegía presenta microrrelatos con una estética que referencia a los primeros días de las historias de Instagram – delatando ya un anacronismo – y reta al espectador a completar cada apunte con una imagen mental. Martha Rosler menciona como en las obras que valen la pena el público las “tiene que resolver por sí mismo después, y que no puede ser la catarsis aristotélica donde te vas a casa, cenas roast beef y todo está bien porque te desahogaste”. Juárez reta al espectador a realizar un juicio casi ético donde invita a quien esté libre de todo pecado fotográfico a tirar la primera piedra (irónico además recurrir a una cita donde se menciona el consumo de carne, ya que Aldo vive y promueve un veganismo que pudiera juzgar la cita misma.) Pareciera que el distanciamiento de Juárez con la imagen fotográfica viene de la imposibilidad de cumplir sus propios parámetros morales para una fotografía justa: nada delata las injusticias de la realidad como el aparato fotográfico.
En 3 años apreciamos la domesticidad acelerada del artista, una temporalidad personal que deviene en un gesto doble; por un lado desapego con alguna imagen en particular, ninguna imagen dura lo suficiente como para quedar impresa en la memoria; y por otro la consistencia que vemos (y tal vez envidiamos) en su vida habitual. Este montaje acelerado acentúa la breve vida útil que tienen las imágenes que se suceden sin cesar en toda pantalla, al tiempo de reconfortarnos con las presencias afectivas en su hogar que nos cuentan que la soledad ha sido derrotada y que la felicidad es real cuando es compartida.
Ciudad de México, septiembre de 2023.